martes, 6 de marzo de 2012

UN DÍA EN EL TREN SARMIENTO


                 ¡LA JUSTICIA NO TIENE OLVIDO!

  
La muerte, tan incomprensible, contradictoria y desgarradora como desde el principio de los tiempos, otra vez nos toca de manera sensible. 51 personas muertas injustamente y más de 700 heridos padeciendo la desidia y la inoperancia de las autoridades responsables que salen a buscar sus mejores respuestas en un discurso de marketing político que hoy sólo habla de hipocresía.  No hay excusa posible. ¿Y? …el pueblo indignado en una tensa calma.


Sólo una anécdota más

Yo he viajado en el tren Sarmiento, hoy la línea de la muerte. No se si viene al caso, pero  hago memoria y siento que fue el día en el que me sentí más miserable y poca cosa. Era una tarde como todas y por suerte esa vez todos llegamos vivos a la estación de Once, en el centro de Buenos Aires. Pero parte de mi dignidad como ser humano quedó herida.
No era el mejor de los días, hacía frío y llovía. Estaba a 37 Kilómetros de Buenos Aires Capital, en la localidad de Moreno. Vestida como para comprar un Mercedes Benz,  a las 16 horas mi compañero de viaje y su auto me dejaron por una urgencia en la concesionaria donde yo actuaba de “mystery shopper” (compradora incógnita).  Evaluaba  la calidad de atención del personal, en otras palabras trabajaba de “chusma”, “sapa”, “buchona”, que se yo! en fin, mentía mi identidad. Supuestamente iba a comprar un auto. Para que pareciese real me encajé un elegante traje de cuero y tacos símil reptil con su cartera haciendo juego.  Cumplí las órdenes del manual de la empresa. Cuando salí se largo el chaparrón. No había taxi, autobús ni nada que pudiera tomar y menos pedir ayuda a los vendedores, porque era obvio que la dama que presumía la compra de un Mercedes, venía elegantemente motorizada. Tome mi orgullo de “actriz” y salí buscando el supuesto auto que me esperaba.  Caminé puteando desde el inventor de los tacones,  hasta la tipa que me contrató para el bendito trabajo. No sé cuantas cuadras, ni cuantos transeúntes miraron mi imagen patética y ridícula. Era literalmente un sapo de otro pozo.

Entre el local de la Mercedes Benz y la estación de tren hay un barrio humilde, de gente trabajadora, obreros, es decir no era el escenario para mi ocasión.

Lluvia, sarna y paciencia

Por fin llegué a la estación llena de frío y rabia. Traté de refugiarme en el pequeño techo de la plataforma pero no había lugar. Cientos de personas apeñuscadas trataban de resguardarse bajo el pequeño alero entre una jauría de perros mojados comandados por un demente que gritaba injurias contra el presidente.

Logré hacerme de un lugar, mientras los hambrientos canes se paseaban refregando su pobre olor en mi humanidad. La impaciencia se volvió oxigeno. Hacía una hora el tren que debía pasar por lo menos cada 15 minutos no llegaba. Rumores, puteos y  el loco se volvió más cuerdo que nunca. La gente se hizo eco de sus gritos y con razón golpeaban las barandas de la estación.
Gente cansada después de un día de trabajo, hambrienta y con la impaciencia acumulada se empujaban unos a otros para ubicarse en la primera fila del andén.
Ya no era dueña de mis movimientos, a esa altura no me importaba el maquillaje escurrido, ni los tacos que se volvieron pendulantes, ni el frío, ni la ropa de cuero que tomó el olor del perro que me toco en suerte. La cartera, sí la cartera! La mía que se hacía ajena se la arranque a una fulana: - No me jodas hoy que no es mi día, róbame mañana si me encuentras, pero hoy no! Quizás mi cara  transformada en odio e impaciencia o simplemente Dios, pero por suerte la ladrona me la devolvió y focalizó su meta en otro ser. La masa de gente sudorosa, mojada con rabia me mecía a su antojo y así media hora más. Nadie de la empresa daba razón de la ausencia del tren.

El añorado tren

¡Por fin llegó! Y ni cuenta me dí. Me subieron a empujones y de repente estaba aprisionada dentro de un vagón, no podía mover ni un dedo. Me resigné pensando que en una hora llegaría a destino, pero antes de que me consolara se paró el tren en medio de la nada. No me desplome de cansancio porque la gente por inercia me sostuvo. No lloré porque me acorde cuando en Bogotá, en un bus era tanta la gente que alguien grito: ¡allá la señora que abra la boca para que el señor acomode el codo!”, en mis adentros me sonreí, claro, sin abrir obviamente la boca por las dudas.

Los niños lloraban, las mujeres se lamentaban y la gente en medio de todo guardo la compostura porque no había opción. Unos cuantos osados en plena lluvia se bajaron por las ventanas y hay quienes dijeron: seguro son los que tienen plata para pagar el diferencial. Ahí me entere de que era posible un autobús. ¿Porqué no lo tome?

No se cuanto tiempo pasó, pero arrancó. Paramos en una estación que parecía la única puerta de salida en una escena de horror. Había tanta gente acumulada y desesperada por entrar, que en el forcejeo se me fue el aliento y terminé en el primer piso de un vagón. No podía respirar, las ventanillas cerradas, la gente que sólo trataba de sobrevivir. Terminé media nalga en el  brazo de una silla en donde una buena señora que estaba sentada me hizo un poco más de lugar. Por fin se movió el tren y mi penuria algo se alivió. Era invierno y en el primer piso las ventanas estaban selladas. Se empezó a evaporar en medio del calor humano la humedad de la ropa, el agua de la lluvia salpicada en el andén por los pobres perros. Por cierto afuera no cesaba. El vaho en los vidrios transpiraba en gotas con olor a sudor y trabajo. No se podía respirar.

Supongo que alguien quiso hacer catarsis y prendió un pucho. Y la reputa madre que lo parió! Otros decidieron hacer lo mismo. No había aire, no había lugar, no había paciencia, decoro, nada. No era un cigarrillo cualquiera. El olor a marihuana impregnó el poco oxigeno que nos quedaba. Nadie dijo nada, ni siquiera con las miradas nos hicimos cómplices de una protesta muda. Supongo que ya era habitual, yo era la única indignada. Era una pasajera literalmente de un día, de paso, de nunca más!

Almizcle con pegamento

Las 16 estaciones me parecieron un viacrucis. En el fondo reflexionaba y me daba ánimos pensando que por suerte el bendito tren no lo tenía que tomar todos los días. Era problema de otros, esos pobres otros.

Sentí una manito en mi hombro que aprisionaba una bolsita con Poxiran (pegamento de contacto con el que se drogan algunos chicos) cuando ya pensaba que más no podía pasar. Un montón de niñitos de no más de 10 años se subieron en  una de las estaciones. No tuvieron mejor idea que pedir dinero haciendo pie en los respaldos de las sillas, los hombros de la gente, mi cabeza. Que mezcla de todo! A esa altura no se podía esperar viajar dignamente. La resignación y la espera eran la única opción. La señora que me presto el brazo de la silla en que viajaba no daba más! Me lleno de su queja, me taladró los oídos 4 estaciones. Porque no podía respirar, porque las rodillas le dolían por la humedad y el reuma, porque el olor le dio arcadas y amenazaba con vomitar. Yo no podía moverme ni para buscar una bolsita  plástica en la cartera, temía por la integridad de mis prendas. Por suerte el tren anduvo a tironazos, pero anduvo, esa era mi única real preocupación. El resto: el olor a marihuana, los pendejos hambrientos con su olor a pegamento que pedían moneditas, la vieja que me taladraba mi preocupación, la gente que empujaba, el olor a mierda, a perros sarnosos, sudor… todo junto, ya no representaban un problema, la única preocupación era llegar a la estación de Once.

Lluvia con lágrimas

Por fin llegamos. Llovía con fundamento, con todo el viento y la furia. Quede atrapada en la escalera hasta donde me llevaron. Era el caos. La gente salía a expensas de su propia fuerza. Me quede paralizada y me dije cuando terminen de matarse salgo tranquila. Me agarre de la baranda y no se porque pensé que la situación era como la de un cine: esperar que salga la mayoría de la gente y al final, sin prisa, salir tranquila sin los empujones del tumulto. -¡Despabílese querida! - Me gritó un hombre. – No ve que si no sale ahora la gente que esta entrando no la va a dejar pasar!-  me agarró del brazo y tras él asustada vi como los más fuertes de la “manada” se agarraban del marco superior de las ventanillas y se impulsaban con los pies para poder entrar. A esa altura salió lo peor de mi y con todas mis fuerzas  me abrí paso, sintiendo como mi ropa de cuero, lejos de ayudarme, se pegaba en las bolsas plásticas mojadas que llevaba la gente. No me importó y seguí, sentí que se rasgo mi falda, rompí un taco, pero salí.
Era libre! Caminé por los pasillos en busca de un taxi, de esos que la civilización nos brinda. Sólo diez cuadras me separaban de mi remanso de paz, mi casa. Llegue caminando, pero no me importó. Llegue sudada de frío propio y ajeno, llorando impotencia, oliendo a perro sarnoso, con el pelo batido al humo de marihuana, con la ropa rasgada y sin un taco. Pero superé al tren Sarmiento y me dije nunca más!
Realmente compadezco a la gente que todos los días tiene que tomar ese tren de mierda.

La línea de trenes del Sarmiento desde hace años grita emergencia. La desidia, la inoperancia, la falta de control, mantenimiento y  por sobre todas las cosas la falta de respeto por la vida es la filosofía de las autoridades y responsables de todas las victimas inocentes que han perdido la vida sobre ese tren de la muerte.